Cuando encendí mi automóvil en las oscuras horas de la mañana, observé el indicador del cinturón de seguridad en el tablero. Revisé si la puerta estaba bien cerrada y volví a abrochar mi cinturón, para hacer una prueba, pero la luz seguía encendida. Entonces, después de pensar un poco, extendí el brazo y levanté mi bolso del asiento del acompañante. La luz se apagó.
Por lo visto, el teléfono móvil, unas pocas monedas, un libro de tapa dura y el almuerzo que había puesto en mi enorme cartera equivalían al peso de un pequeño pasajero… ¡y se había activado el sensor!
Si bien puedo vaciar fácilmente un bolso, hay otros pesos más difíciles de descartar. Esas cargas de la vida generan un espíritu apesadumbrado.
Aunque la carga que nos abruma se compare con la culpa que consumía la mente de David (Salmo 32:1-6), el miedo que experimentó Pedro (Mateo 26:20-35) o la duda que tenía Tomás (Juan 20:24-29), Jesús nos invita a entregarle todo a Él: «Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar» (Mateo 11:28).
No estamos hechos para llevar solos las cargas. Cuando se las pasamos a Aquel que desea llevarlas por nosotros (Salmo 68:19; 1 Pedro 5:7), Él las reemplaza por perdón, sanidad y restauración. No hay carga demasiado pesada para Cristo.
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