Recuerdo una historia de un joven atormentado que huyó de su casa. Había rechazado todas las invitaciones que su padre le había enviado para que volviera a su casa, para perdonarlo y para restaurar su relación. El muchacho había llegado al extremo que se burlaba de su padre y de su madre.
Un día llegó una carta que le decía que su padre estaba muerto. ¿Iría a casa para asistir al funeral? Al principio no quería, pero entonces pensó que sería una lástima no respetar un poco la memoria de un hombre tan bueno después de su muerte. Entonces, como una formalidad, tomó el tren y se fue a su antigua casa. Se sentó en todo el servicio del funeral, vio a que enterraran a su padre y volvió con el resto de los amigos a la casa, con su corazón tan frío y duro como siempre.
Pero cuando sacaron el testamento del anciano, el hijo malagradecido se dio cuenta de que su padre se había acordado de él en el testamento y le había dejado una herencia, con los demás que no se habían descarriado. Esto quebrantó su corazón. Entonces se dio cuenta de que su padre nunca había dejado de amarlo.
Esta es precisamente la manera en que nuestro Padre en el cielo trata a sus hijos. Los ama a pesar de sus pecados y es el amor que, más que nada, trae a la gente obstinada y dura de corazón de regreso a Él.
El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros,
¿cómo no nos dará también con él todas las cosas?
Romanos 8:32
Tomado del Libro D. L. Moody
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